Camino del desván, al que hacía casi un año que no se
dirigía desde que subió para guardar las cajas que contienen los adornos
navideños, Pedro rememoraba la última Navidad. No la recordaba tan especial
como las de su infancia, a pesar de sus esfuerzos en crear el mejor de los
ambientes. La nostalgia invadió su alma y sus recuerdos lo llevaron a aquella
época en que buscar musgo en las piedras del camino que llevaba al barranco era
toda una aventura, aquél musgo que luego pondría sobre las pequeñas rocas que
con tanta habilidad su padre colocaría formando la cuevita que daría cobijo a
la Sagrada Familia, y cuyo interior iluminaba con una pequeña bombilla cubierta
por un celofán de color rojo que creaba un cálido ambiente en su interior; eran
días cargados de ilusión en los que montar el Belén era todo un acontecimiento
familiar que se repetía en todos los hogares que Pedro conocía. Recordaba el
nerviosismo y la emoción que le producía mirar hacia las montañas y creer ver
en ellas el séquito de los Reyes Magos dirigiéndose hacia su pueblo para hacer
realidad, en esa noche mágica del 5 de enero, los sueños de todos los niños del
mundo, sueños que recordaba solidarios y exentos de egoísmo, sueños que
incluían las peticiones que, en cada una
de las Cartas enviadas a Oriente, los niños formulaban para los demás en su
propósito de ser buenas personas.
Ya en el desván, y con el alma henchida de todas las
emociones que aquellos recuerdos despertaron, Pedro bajó las cajas para
decorar, un año más, su casa por Navidad. Ante él apareció el portal de Belén
que desde hacía más de 20 años dibujaba, exactamente, el mismo rinconcito. Era
un portal perfecto, en el que cada detalle estaba perfectamente colocado,
incluso el musgo que le recordaba a aquél que en su infancia colocaba sobre las
rocas del portal, y sin embargo no despertaba en él las mismas sensaciones.
Entonces pensó, y sintió, que la explicación era muy sencilla, que la razón por
la que la Navidad había dejado de ser tan especial no venía dada por el hecho
de que la decoración fuera más o menos bonita, más o menos perfecta, más o
menos cara, la Navidad había dejado de ser tan especial porque había pasado de
crear un ambiente navideño en familia a pretender crearlo consumiendo, gastando
de una manera desordenada, mientras otras familias no tenían que comer, que
regalar o pasaban por alguna enfermedad dura, que seguro superarían. Cerró
nuevamente las cajas y las dejó en una esquina del salón.
Camino de las habitaciones de sus hijos Pedro se dispuso a
despertarlos para invitarlos a llenar su casa de Navidad, había descubierto que
sólo la ilusión de ser cada día mejor persona era capaz de generar esos
sentimientos que tanto echaba de menos, y tenía la obligación de que sus hijos
también lo descubrieran. En un mundo absolutamente materialista consideraba
imprescindible un poco de musgo natural que, aún cuando se marchita y muere,
mantenga viva la ilusión y el propósito de que entre todos, en familia, podemos
construir la mejor de las Navidades, aquella que culmine en un despertar sin
hambre, sin violencia; en un despertar en el que el mejor regalo sea la
solidaridad entendiendo ésta como la única vía para acabar con tanta
desigualdad e injusticia.
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